Hay momentos en la vida deportiva que marcan un antes y un después. No por el resultado final, sino por todo lo que se vive en el camino. GRAVAL ha sido uno de esos momentos. Una prueba que no sólo representaba mi debut en ultracycling, sino también un paso más en una trayectoria construida durante 15 años en la ultradistancia de montaña. La curiosidad, la pasión por el esfuerzo sostenido y las ganas de explorar nuevos horizontes me empujaron hacia este desafío. Pero esta vez, no iba solo: lo hacía con mi hermano, que llegaba a esta aventura como quien pisa terreno desconocido por primera vez.

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Nuestra preparación empezó un año antes. Doce meses para moldear cuerpo y mente, para transformar dudas en certezas y para construir un nivel de confianza basado en constancia, planificación y compromiso. No era simplemente una carrera: era un proyecto común, un objetivo compartido y una oportunidad para crecer juntos.


Una vida dentro de otra vida en la ultradistancia… ahora sobre dos ruedas

Durante más de una década y media, los senderos, las subidas eternas, las noches frías en montaña y el silencio de las cumbres han sido mi hogar deportivo. La ultradistancia a pie me enseñó cosas que no se aprenden en un gimnasio ni leyendo manuales de entrenamiento:

  • A escuchar el cuerpo con atención y respeto
  • A entender que gestionar vale más que empujar sin sentido
  • A valorar la paciencia y la constancia por encima del impulso
  • A amar el silencio, la introspección y la serenidad del esfuerzo continuo
  • A disfrutar del camino tanto como de la meta

Esa mentalidad ha sido, y seguirá siendo, mi brújula. Cuando decidí dar el salto al ultracycling lo hice con la tranquilidad de quien sabe que la esencia es la misma: avanzar, sentir, gestionar y disfrutar del viaje, sea corriendo o pedaleando.


Un proyecto compartido: dos hermanos, dos puntos de partida, un mismo destino

Debutar en La GRAVAL en formato parejas le dio a todo un significado especial. Yo aportaba experiencia en resistencia y un método probado de preparación. Mi hermano llegaba lleno de ilusión… pero también de miedos. Y no lo culpo: enfrentarse a la ultradistancia por primera vez impone. Es normal sentir dudas, cuestionarse si el cuerpo responderá, si la cabeza aguantará, si los kilómetros no se harán eternos.

Uno de sus mayores temores eran los calambres. Un problema que había sufrido en salidas largas y que, en un reto ultra, podía convertirse en un obstáculo real. Pero un plan sólido puede transformar debilidades en fortalezas. Trabajamos fuerza, técnica y, muy especialmente, la confianza. El progreso fue constante y silencioso, como debe ser. Y cuando llegó el día, sucedió lo que queríamos: completó la prueba con cero calambres y con una solidez admirable.

No hay satisfacción más grande como entrenador que ver cómo el trabajo bien hecho se materializa. Pero como hermano, la satisfacción fue aún mayor.


El recorrido

La carrera: control, fluidez y sensación de plenitud desde el primer kilómetro

La línea de salida siempre tiene un magnetismo especial. Se respira ilusión, respeto y esa mezcla de calma y adrenalina que acompaña a las grandes aventuras. Pero no fe nuestro caso.

Cada pedalada tenía propósito. Cada decisión estaba respaldada por meses de preparación. Mantuvimos un ritmo estable, trabajamos la constancia, cuidamos la cadencia y controlamos cada detalle de hidratación y nutrición. No se trataba de demostrar nada, sino de disfrutar de un debut perfecto.

La mente serena, el cuerpo fuerte y la bici como extensión natural del movimiento. Cuando alcanzas ese estado, el esfuerzo se convierte en placer, el tiempo pasa distinto y el desafío deja de ser lucha para convertirse en conexión. Eso fue La GRAVAL para mí: conexión total entre mente, cuerpo, bicicleta y entorno.


Un enemigo silencioso: 25 grados de diferencia térmica

Si había algo que me inquietaba antes de la prueba, era esto. Un cambio térmico brusco puede desestabilizar a cualquiera. Desde el calor profundo hasta zonas frías con más de 25 grados de diferencia. En ultradistancia, la termorregulación es clave: el cuerpo puede reaccionar mal, la musculatura puede resentirse y la energía puede caer en picado si no se gestiona con inteligencia.

Pero aquí entraron en juego los años de experiencia en montaña. Entender el cuerpo, anticiparse, prever y ajustar.

  • Capas calculadas
  • Ritmo regulado en zonas críticas
  • Hidratación estratégica
  • Nutrición pensada para acompañar los cambios
  • Escucha constante al cuerpo

No sólo superé ese reto, sino que lo hice sin sobresaltos. Porque en pruebas así, no gana quien más empuja, sino quien mejor gestiona.


Cuando la experiencia encuentra un nuevo terreno

Cambió el medio, pero no mi esencia. Todo lo que aprendí en montaña se transfirió al gravel: el respeto por la distancia, la paciencia, el análisis constante, el equilibrio emocional. Las montañas me enseñaron a dosificar, a aceptar lo que viene, a regular, a respirar hondo y seguir. La GRAVAL me confirmó que esas lecciones son universales.

La bicicleta ahora es otra herramienta más, otro camino, otra forma de descubrirme y de descubrir el mundo. Y lejos de sustituir lo anterior, lo enriquece.


Meta: llegar fuerte, entero y feliz

Llegar a meta fue algo más que completar una prueba. Fue la confirmación de que habíamos hecho las cosas bien desde el primer día de preparación. Llegamos enteros, con energía, sin desgaste extremo y con esa sonrisa profunda que sólo aparece cuando sabes que no sólo has terminado, sino que lo has hecho disfrutando cada segundo.

Ver a mi hermano cruzar la meta conmigo, sabiendo de dónde partíamos, sabiendo todo lo que había superado, fue un momento que guardaré siempre. No se trataba de un tiempo, ni de un puesto, ni de una comparación. Se trataba de cumplir un sueño compartido y demostrar que, con disciplina, método y actitud, todo es posible.


Etapa 1 – La noche en que empezó todo

Meses atrás ya sabíamos que arrancaríamos la aventura con nueve horas de diferencia respecto a los primeros. Lo teníamos asumido, aceptado y hasta interiorizado como parte del reto. No íbamos a competir contra nadie, sino a favor de nosotros mismos. La aventura bien lo valía. Teníamos los recursos, las ganas y la fe suficiente para llegar en tiempo, porque sabíamos que nuestra estrategia era clara: modalidad Gravel bikepacking sin paradas, sin lujos, pero con el alma a flor de piel.

A la compañía de mi hermano se sumaba la de Álvaro Soriano, un grande entre los grandes. Pocas veces he sentido tanta confianza, tanta serenidad compartida. Con él, la frase “hasta el infinito” no suena a exageración; suena a promesa, a pacto silencioso entre compañeros que entienden que lo importante no es llegar primero, sino llegar juntos.

El arranque, sin embargo, fue extraño. Sentir la soledad después de que todo el bullicio de Valencia desapareciera, después de que la ciudad quedara atrás con su ruido, sus luces y su energía, me provocó una mezcla rara de vacío y paz. Era como si hubiéramos llegado tarde a la fiesta, pero al mismo tiempo nos invitaran a una más íntima, más auténtica, donde solo quedábamos nosotros, las bicis y el horizonte.

La ruta comenzaba a desplegar su encanto desde los primeros kilómetros. El Saler y la Albufera nos regalaron un atardecer que parecía pintado con acuarelas: los tonos naranjas se disolvían en el agua quieta, los patos cortaban la superficie como si también quisieran despedirse del día. Pedaleábamos casi en silencio, con ese ritmo hipnótico que tiene el gravel cuando las ruedas muerden la tierra seca y el viento roza las orejas. Era imposible no sonreír. No había ruido de coches, no había prisas, no había relojes. Solo el sol bajando y el cuerpo entrando en modo aventura.

A medida que caía la tarde, el cielo se volvía cobre y luego azul profundo. Los kilómetros pasaban sin darnos cuenta. Matamon, con sus curvas suaves y sus repechos juguetones, nos recibió con la luz dorada del crepúsculo, esa que hace que todo parezca más grande, más puro. Yo sentía algo que hacía tiempo no me visitaba: esa chispa interior de descubrimiento, la sensación de estar en el lugar exacto, haciendo lo que debía hacer. No era solo una etapa; era una reconciliación con una parte de mí que la vida urbana había ido silenciando.

Ya sabíamos el camino. Lo habíamos hecho antes. Y sin embargo, todo era distinto. Tal vez porque la aventura no es solo el terreno, sino la forma en que uno lo vive. No necesitábamos mirar el GPS; las piernas sabían, la mente estaba libre. El cuerpo guiaba y el alma acompañaba.

Con la llegada de la noche, Navarrés nos esperaba. Las luces del pueblo aparecieron como una constelación cercana, una promesa de descanso, aunque sabíamos que el descanso sería solo un espejismo breve. Paramos lo justo: un par de pinchos de tortilla con longaniza, el sabor simple y perfecto del alimento de los viajes largos, y un asalto al Charter local, ese templo improvisado del ultrabiker donde los productos poco saludables se convierten en auténticos combustibles. Chocolatinas, refrescos, lo que hiciera falta. Todo valía. En esas circunstancias, uno aprende que lo importante no es la etiqueta del envase, sino la energía que te da para seguir adelante.

La temperatura bajaba. El invierno comenzaba a hacerse notar en el aire, que cortaba la cara como una caricia áspera. Encendimos luces, revisamos bolsas, ajustamos guantes. Y ahí, en ese momento, me invadió esa mezcla tan extraña y adictiva de miedo, emoción y gratitud. Iba a comenzar una de esas noches eternas que solo el bikepacking sabe ofrecer: largas, frías, solitarias, pero llenas de magia.

Salimos de Navarrés dejando atrás las farolas, entrando de nuevo en la oscuridad. El silencio era casi absoluto, roto solo por el crujir del camino bajo las ruedas. En el cielo, las estrellas parecían más cercanas, más vivas. Pedalear en la noche es una experiencia que no se explica; se siente. Es el momento en el que los pensamientos se vuelven más claros, donde el mundo se reduce al haz de luz de tu frontal y al sonido de tu respiración. Todo lo demás desaparece.

La primera etapa terminaba, pero en realidad lo que había comenzado era otra cosa. Algo más grande. Algo que no se mide en kilómetros ni en tiempos.

Cada pedalada se convertía en una oración silenciosa, un agradecimiento. No por lo que faltaba, sino por lo que estaba viviendo. La oscuridad, lejos de asustar, me envolvía con una paz profunda. Sabía que más allá de la noche llegaría el amanecer, y que ese amanecer, después de tanto esfuerzo, iba a saber a gloria.

Seguimos rodando, sin mirar atrás, sin pensar demasiado. Solo dejarse llevar por el sonido del viento, el latido del corazón y la vibración de la tierra bajo las ruedas. La aventura recién empezaba, pero ya me había regalado algo inmenso: el reencuentro conmigo mismo.

Porque hay noches que no se olvidan.
Y esta, sin duda, fue una de ellas.

Etapa 2 – La noche del frío y el barro

Salimos de Navarrés y con ello empezaba una etapa larga, pero en apariencia sencilla. Esa confianza inicial, tan frágil y casi ingenua, nos acompañó durante los primeros kilómetros como una brisa amable antes de que la realidad se impusiera. Si en la salida de Valencia nos había sorprendido cruzar zonas inundadas, ahora el agua daba paso a su hermano más pesado: el barro. Ese barro espeso que se agarra a las cubiertas y parece absorber la energía a cada pedalada, que te obliga a avanzar con más cabeza que piernas, con más fe que fuerza.

El terreno se volvió denso, irregular, resbaladizo. Cada pedalada requería un pequeño acto de voluntad. Pero al mismo tiempo, el entorno ofrecía algo casi sagrado. Salir hacia el Caroche fue un regalo. La subida más larga y más imponente de toda la prueba nos esperaba, silenciosa, majestuosa, bajo un cielo que comenzaba a cubrirse de estrellas. El aire se hacía más frío, más seco, más real.

Coronamos el Caroche en torno a las doce de la noche.
Lo recuerdo perfectamente: el reloj marcaba las 00:00 y el mundo estaba en silencio absoluto. Solo el leve zumbido de nuestras ruedas y el parpadeo constante de las luces en el manillar rompían la oscuridad. Fue un instante que se grabó en la piel. No había público, no había meta, no había vítores. Solo nosotros, la montaña y ese cielo infinito que parecía abrirse para dejarnos pasar. Esa clase de soledad que no pesa, sino que te limpia. Me sentí pequeño, pero también parte de algo inmenso.

La bajada fue fría, intensa, casi hipnótica. El cuerpo tiritaba, los dedos se volvían torpes, y el viento helado golpeaba la cara como si quisiera probar nuestra determinación. Desde hacía un año, lo que más respeto me daba de esta prueba era el frío, y con razón. Me había preparado, había cargado ropa térmica, capas, guantes, todo lo necesario. Pero me equivoqué. La montaña me enseñó que ningún material protege del todo del invierno cuando la noche decide apretar. La diferencia térmica de casi veinticinco grados entre el día y la noche fue mi peor pesadilla.

Cruzamos por Ayora, por Almansa, por La Font de la Figuera. Pueblos dormidos, silenciosos, envueltos en una calma casi fantasmal. Las calles vacías, los escaparates apagados, las farolas lanzando una luz amarilla sobre la piedra vieja. Era como pasar por un desierto de frío y soledad, donde cada casa parecía guardar su propio sueño. En esas horas, el cansancio empezó a calar. No solo en las piernas, sino en la mente.

Fue ahí cuando el sueño apareció. No el descanso, sino el sueño que te atrapa pedaleando, el que te arrastra los párpados hacia abajo y te hace confundir el camino con una pesadilla borrosa. Hubo un momento —no sabría decir cuánto duró— en el que creo que llegué a dormirme pedaleando. El cuerpo seguía por inercia, pero la mente estaba en otro lugar, como si flotara. Solo pensaba en encontrar algún cajero, un portal, un rincón con techo, para tumbarme cinco minutos y dejar de temblar. La lucha ya no era contra la distancia, sino contra el propio agotamiento.

Y entonces, empezó a amanecer.
La primera luz del día se filtró por el horizonte y lo cambió todo. El frío seguía, pero la esperanza regresó. El sol, tímido, fue deshaciendo la niebla, pintando de dorado los campos y devolviéndonos poco a poco al mundo de los vivos. En ese instante, sentí que el cuerpo despertaba otra vez, que el alma volvía a su sitio.

La llegada a Bocairent fue casi mágica. Las primeras luces del pueblo, las chimeneas humeando, el murmullo de la vida que despertaba mientras nosotros llegábamos desde la noche. Entrar allí fue como abrir una puerta a otro universo. Buscamos un bar, y al cruzar su umbral sentimos de golpe el calor, el olor a café recién hecho, el sonido de los vasos y las conversaciones suaves.

Nos sentamos, aún con las manos entumecidas, y pedimos un desayuno que sabía a gloria: tortilla, longaniza, morcilla y dos cafés que revivían hasta el alma. Mientras comía, sentía cómo el calor me devolvía a la vida, cómo el cansancio se transformaba en una extraña satisfacción. Habíamos sobrevivido al frío, al sueño, al barro, a la oscuridad. Habíamos cruzado otra frontera, invisible pero real: la que separa el cansancio del descubrimiento.

Miré a Álvaro, y en su sonrisa vi el reflejo exacto de lo que sentía: esa mezcla de agotamiento y plenitud que solo aparece cuando el cuerpo ya no puede más, pero el espíritu sigue pedaleando. No hacía falta hablar. En esas miradas cómplices uno entiende que esto —la aventura, la locura, el frío, el barro— es el verdadero motivo por el que salimos a rodar.

Fuera, el sol ya se elevaba, acariciando las fachadas de piedra de Bocairent. Ajusté los guantes, tomé el último sorbo de café y sentí esa energía que solo llega después de haber estado al borde. La etapa no había sido sencilla, pero sí inolvidable.

Y mientras salíamos del pueblo, con el cuerpo cansado pero el alma encendida, supe que cada minuto de esa noche había valido la pena. Porque hay subidas que se olvidan, pero hay otras —como la del Caroche a medianoche— que se quedan grabadas para siempre, brillando dentro de uno como una estrella que nunca se apaga.

Etapa 3 – Gas hasta el infinito

Salimos como un tiro.
No sé si fue el amanecer, el café, o simplemente el alma queriendo volar, pero sentí una energía renovada que me recorrió el cuerpo como un latigazo. Era como si todo el cansancio acumulado en las dos etapas anteriores se hubiera evaporado durante la noche. Tenía la sensación de abrir gas hasta el infinito, esa sensación que solo aparece en los días grandes, cuando la mente se despeja y el cuerpo responde como si tuviera combustible de sobra.

Me recordó inevitablemente a aquella PTL que hicimos hace un año, aquel final asombroso en el que el cansancio no existía, en el que el ritmo se mantenía como si cada pedalada fuera un latido más del corazón. Sentí esa misma llama encenderse dentro: la convicción de que ya nada podía detenernos.

El recorrido hacia el Benicadell fue un regalo. Aquel gigante que tantas veces había cruzado a pie, en entrenamientos y travesías, ahora se desplegaba ante mí bajo las ruedas de la gravel. Las pistas conocidas, las curvas familiares, el olor del bosque húmedo y la textura de la tierra que tantas veces había sentido bajo las zapatillas… todo cobraba un sentido distinto desde el manillar. Era una mezcla de nostalgia y redescubrimiento, como reencontrarte con un viejo amigo y descubrir que sigue sorprendiéndote.

Las piernas respondían, la cabeza estaba clara y el corazón latía fuerte. Pero no todos los momentos fueron perfectos. Mi hermano y Álvaro empezaron a notar la fatiga, pequeños bajones de energía que nos obligaron a reducir el ritmo. La magia del equipo, sin embargo, volvió a aparecer. Esa conexión invisible que se crea cuando no hacen falta palabras, solo una mirada, un gesto, una rueda delante que tira un poco más fuerte para que los demás vuelvan a engancharse. Lo superamos con creces. Como siempre.

Y justo cuando el final de la aventura parecía encarrilado, la famosa subida a pie nos esperaba como último obstáculo, esa trampa final que te recuerda que nada está hecho hasta cruzar la meta. Allí, en ese tramo duro y polvoriento, la mecánica le falló a Álvaro. Una avería sin solución, de esas que parten más el alma que la bici.

Fue un golpe seco al corazón. Me quedé unos segundos en silencio, mirando su rostro, su frustración contenida. Sentí una punzada en el pecho, un torbellino de sentimientos encontrados. Parte de mí quería quedarme con él, abandonar la prueba y cerrar juntos ese capítulo. Pero sabía que le debía a mi hermano el empuje final, el compromiso de llevarlo hasta la meta, de cumplir lo que habíamos empezado juntos.

Si no hubiera sido por eso, lo admito, me habría retirado con Álvaro sin dudarlo dos veces.
Pero la vida —y las aventuras— están hechas de decisiones duras.
Así que respiré hondo, le di la mano a Álvaro, y le prometí que cada pedalada desde allí hasta la meta sería en su honor.

Y así fue. Desde ese instante, cada metro tuvo su nombre grabado. Apreté los dientes, bajé la cabeza y me vacié por completo. Sentía la fuerza de la amistad empujándome, la energía de todos esos momentos compartidos en el camino. Era como si el cansancio no existiera.

Marcos, mi hermano, empezó a flaquear cuando más cerca estábamos del final. Era comprensible. Trescientos cuarenta kilómetros de esfuerzo, de cambios de temperatura, de noches sin descanso, de altibajos emocionales… todo pasa factura. Pero también ahí salió lo mejor de nosotros. Como una buena pareja que se apoya y se equilibra, me dediqué a hacerle el camino lo más sencillo posible. Tiraba, animaba, marcaba el ritmo y miraba atrás constantemente, asegurándome de que no quedara ni un metro entre nosotros.

Llegar a las faldas del Mondúver fue un momento mágico. El sol brillaba con fuerza, el calor se pegaba a la piel y el paisaje se abría imponente frente a nosotros. A pesar de la temperatura y el agotamiento, aquella vista era un regalo. Un escenario perfecto para un final épico.

Sabía que estábamos viviendo algo que se quedaría grabado para siempre. Esa clase de aventuras que no se repiten, que se cuentan años después con una sonrisa y un nudo en la garganta. Porque no solo habíamos recorrido kilómetros: habíamos vivido emociones intensas, superado miedos, empujado límites, y sobre todo, habíamos mantenido viva la llama del compañerismo.

A pesar de haber comenzado la ruta nueve horas más tarde que los primeros, habíamos conseguido adelantar a buena parte del grupo. Pero eso, sinceramente, nunca fue el objetivo. El verdadero reto era cruzar la meta con la mejor de las sonrisas, sabiendo que lo habíamos dado todo, sin guardarnos nada.

Y así fue.
Con las fuerzas intactas, con el corazón latiendo como un tambor de guerra, nos presentamos en meta casi con un sprint digno del Tour de Francia. Los últimos metros fueron pura euforia, pura emoción. Sentí el aire en la cara, el rugido de la tierra bajo las ruedas, y la descarga eléctrica de saber que lo habíamos conseguido.

Fue increíble.
Increíble cómo respondió el cuerpo, cómo se comportó mi nueva bici, perfecta, fiel, silenciosa, como una extensión de mí mismo.
E increíble cómo mi hermano, en su debut en este tipo de pruebas, demostró una fortaleza que me llenó de orgullo. Lo miré al cruzar la meta y supe que ese momento quedaría grabado para siempre en nuestra historia.

No hubo medallas, ni focos, ni discursos. Solo sonrisas, abrazos y una emoción que no cabía en el pecho.
Porque la verdadera victoria no fue llegar antes, sino llegar juntos, con el alma intacta, con la sensación de haber vivido algo único.

Y mientras el sol bajaba, dejando el cielo teñido de fuego, comprendí que la GRAVAL no había sido solo una aventura sobre ruedas.
Había sido un viaje hacia dentro.
Una manera de recordar quién soy, de reencontrarme con lo que me mueve, y de confirmar —una vez más— que mientras haya camino, siempre habrá ganas de seguir pedaleando.

Esto no es un final: es el inicio de un camino emocionante

La GRAVAL ha sido nuestro primer paso en el ultracycling, y lo hemos dado con fuerza, con corazón y con humildad. Sé que esto es sólo el principio. Llegamos a este deporte para quedarnos, para seguir creciendo, para seguir aprendiendo y para seguir disfrutando del camino.

La ultradistancia, sea corriendo o pedaleando, no es un deporte: es un estilo de vida. Es presencia, paciencia, respeto y pasión.

Y si algo nos ha enseñado esta aventura, es que cuando compartes el camino, la victoria es doble.

¿Próximo objetivo?

Seguir sumando kilómetros, experiencias y aprendizajes.

Porque una cosa está clara:
cuando entrenas con método, el cuerpo avanza…
cuando lo haces con pasión, el alma también.

Entrenador, ultradistance lover,
ahora también orgulloso ultracycler.

— Alejandro Galindo

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